Publicado el 29 Abril 2010 en Especiales, Opinión
Por Luis Manuel Arce*
La guerra y la ocupación militar y política de Estados Unidos, terminaron ese día, definitivamente.
Había pasado más de una década desde que, en agosto de 1964, el gobierno de Estados Unidos, presidido entonces por Lyndon B. Johnson, había cometido el gran fraude de la auto agresión a un buque norteamericano.
El hecho fue conocido como “acontecimientos del Golfo de Tonkín” y sirvió de pretexto para iniciar la guerra aérea de destrucción contra el Norte de Vietnam y justificar la guerra especial en el Sur.
En realidad, desde 1971 los estadounidenses habían comenzado a perder la guerra cuando no pudieron controlar las fronteras entre Vietnam, Laos y Cambodia por la carretera 9 y el Pentágono había sido derrotado en su guerra meteorológica que tenía como objetivos dañar los diques y represas del Norte.
Las fuerzas de Lon Nol y Sirik Matak, en Cambodia, estaban en bancarrota, las zonas liberadas abarcaban más de 50 por ciento de los escenarios de la guerra, y una fuerte ofensiva militar de los patriotas del Sur había obligado a la Casa Blanca a firmar los acuerdos de París del 27 de enero de 1973 para restablecer la paz en el Norte.
Pero Estados Unidos no se había rendido y el presidente de entonces, Richard M. Nixon, mantenía su febril y vehemente idea de dominar y acabar con las fuerzas de liberación.
Los ocupacionistas tenían desplegados en las cinco zonas militares en que dividieron el Sur del país a un millón 200 mil soldados saigoneses agrupados en 13 divisiones, sin incluir al personal de la marina y la aviación, esta última dotada con mil 800 aparatos tácticos, la mitad de ellos helicópteros, mil 400 unidades de superficie, dos mil embarcaciones fluviales, sofisticados equipos de comunicaciones y de otras especialidades.
Contaban además con cinco superpuertos, numerosas bases aeronavales, como las de Da Nang, la mayor del mundo entonces, Cam Ranh, 10 aeropuertos de envergadura como el de Tan Son Nhut en Saigón y 200 medianos y pequeños.
Ante el evidente deterioro de la situación del enemigo, y las flagrantes violaciones de los acuerdos de París por parte de Washington, el mando político vietnamita instruyó al Estado Mayor de sus fuerzas armadas, a preparar la batalla final por la liberación cuando apenas comenzaba el año 1974.
La primera prueba se produjo con la batalla contra la base de Phuoc Long donde había acantonados cinco mil soldados del régimen saigonés.
A esa victoria sucedieron otras muchas las cuales determinaron que el Comité Central escogiera el 10 de marzo de 1975 como la fecha para lanzar la gran ofensiva final.
El punto de partida fue la codiciada Buon Me Thuot, en las mesetas centrales, donde las fuerzas de liberación, en lugar de atacar la periferia como acostumbraban, se concentraron en la ciudad y desde allí arremetieron contra las bases exteriores a las que dejaron incomunicadas.
De esa manera, dejaron dividido el país a la mitad debilitando a las tropas enemigas, lo cual posibilitó que fueran cayendo escalonadamente baluartes militares como Pleikú, Che Reo, Hue, Da Nang, Nha Trang, Luang Tri y otras muchas.
La larga y fortificada cadena de bases y campamentos militares saigoneses en toda la extensión del país se fue desgranando como collar de cuentas a una velocidad insospechada.
Así lo percibíamos quienes en ese momento estábamos en Hanoi y corroborábamos con los especialistas militares que nuestros anfitriones del Norte ponían a nuestra disposición para tener de primera mano noticias de lo que acontecía y hacer reportajes fieles para nuestros medios de comunicación.
Durante los días 26, 27 y 28 de abril la ofensiva patriota se generalizó por toda la franja costera y permitió consolidar el dominio de las regiones militares I y II.
Aquello determinó la decisión del Comité Central de ordenar la Operación Ho Chi Minh por la liberación de Saigón, que originalmente no estaba en el plan, según nos explicaron ulteriormente los jefes de la ofensiva.
La batalla final se inició con combates encarnizados en Long Binh, Xuan Loc, Bien Hoa y Cu Chi, casa por casa y pulgada a pulgada, para romper el famoso cordón sanitario que protegía militarmente a la capital sureña.
La Operación Ho Chi Minh fue fulminante y duró menos de 48 horas.
El día 28, viendo ya indefectiblemente perdido al régimen de Nguyen Van Thieu, el embajador estadounidense Graham Martin huyó de Saigón desde la azotea de la sede diplomática en un helicóptero, bochornosa escena que quedó impresa para la historia en diarios, revistas y filmes.
A las 13.30 del 30 de abril de 1975, tres tanques PT76 y dos tanquetas norteamericanas repletas de jubilosos combatientes revolucionarios, bajaban a toda velocidad por la calle Pesteur hacia el río Mekong en medio de aclamaciones; llegaron al Palacio Presidencial e irrumpieron en él derribando a su paso una parte del muro exterior que lo rodeaba.
Pocos días después, cuando el mundo ya había festejado el Primero de Mayo, día de los Trabajadores, y con la grata coincidencia de ser el mes de nacimiento y homenaje al héroe eterno del país, Saigón fue bautizada para siempre con su nombre: Ciudad Ho Chi Minh.
El general Vo Nguyen Giap, a quien encontramos de manera fortuita en las playas de Nha Trang rumbo al Saigón todavía con olor a pólvora, nos confirmaba el éxito rotundo y definitivo de la guerra de todo el pueblo.
El 30 de abril de 1975 no sólo cayó el régimen títere saigonés y con él la ocupación del entonces Vietnam del Sur que el gobierno de Estados Unidos había sostenido a un precio desmesurado desde la derrota de los colonialistas franceses en la década de los años 50 del siglo pasado.
Cayó un régimen despótico, cruel y sanguinario, instalado por el imperialismo en Vietnam del Sur a sangre y fuego, con lo que habían estancado en el paralelo 17 la revolución nacional democrática liderada por Ho Chi Minh.
Fue quebrada una estrategia depurada de los imperialistas para producir el neocolonialismo estadounidense en serie, y sepultada la expansión norteamericana en el Sureste de Asia. Y, en aquel entonces, resultó frustrada la posibilidad de que la experiencia estadounidense en Indochina fuera aplicada en América Latina, África y otras zonas de influencia norteamericana.
En el plano corporativo, también quedaron atrás las ambiciones desmedidas de las transnacionales de arrancar hasta las últimas riquezas naturales de la Península.
En el estratégico: salió derrotada la manoseada y enfermiza sed de victoria por medio de las armas que propugnaba el llamado “mundo libre”.
Vietnam, realmente, debió de haber marcado el límite hasta el cual podía llegar el expansionismo norteamericano.
Con Afganistán e Iraq, y con el establecimiento de bases militares en Colombia, las últimas administraciones estadounidenses, incluida la de Barack Obama, han demostrado que no quieren aprender de las lecciones de la historia.
Por eso mismo, la experiencia de Vietnam no puede ser desaprovechada por América Latina en estos tiempos de tanto peligro, amenazas y aventurerismo.
(*) El autor es editor de Prensa Latina y fue corresponsal de guerra en Vietnam.
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