La crisis hondureña
finalmente se resolvió “por el lado malo”: la consolidación del régimen
golpista y la institucionalización de las ilegítimas elecciones que
tendrán lugar el próximo 29 de Noviembre. Ya la Casa Blanca ha
declarado que los resultados del comicio serán admitidos como válidos
lográndose así la normalización de la vida democrática y poniendo fin
al “interinato” de Micheletti, eufemismo con el que desde un principio
Washington caracterizó al golpe de Estado de la oligarquía hondureña.
De este modo las groseras violaciones a los derechos humanos y los
atropellos a las libertades democráticas que signaron toda la campaña
electoral serán condenados al olvido. Este penoso desenlace había sido
anticipado por diversos representantes de la derecha republicana, que
impuso como una de sus condiciones para ratificar la designación de
Arturo Valenzuela como Secretario de Estado Adjunto para Asuntos
Interamericanos el pleno reconocimiento de unas elecciones que por sus
insanables anomalías deberían ser declaradas nulas de nulidad absoluta.
Tal como lo reportara Página/12
en su edición del 7 de Noviembre, el senador republicano por Carolina
del Sur, Jim DeMint, retiró su veto a la candidatura de Valenzuela
porque, según se encargó de comunicar a los medios, “la secretaria de
Estado Hillary Clinton y el subsecretario, Thomas Shannon, me han
garantizado que Estados Unidos reconocerá el resultado de las
elecciones hondureñas, haya sido restituido o no Manuel Zelaya”.
Esta resolución de la
crisis tiene un significado que excede con creces la política
hondureña: marca el inicio de una nueva etapa, por cierto que
involutiva, en la cual Estados Unidos retoma su tradicional política de
apoyo a los golpes militares y a los regímenes autoritarios afines con
los intereses imperiales y ratifica el carácter hipócrita y vacío de la
retórica democrática permanentemente enunciada por Washington. Conviene
aprender la lección: de ahora en más, democrático vuelve a ser todo
régimen que se somete incondicionalmente a los designios
norteamericanos; autoritario, populista o despótico será aquel que
defienda su independencia y autodeterminación. Uribe y Calderón son
demócratas, no importa si el primero viola flagrantemente los derechos
humanos, mantiene estrechas relaciones con los narcos y los
paramilitares y sabotea sin cesar los posibles acuerdos de paz y el
canje humanitario que necesita Colombia para lograr su pacificación; o
que el segundo despida de la noche a la mañana a 46.000 trabajadores de
la Compañía de Luz y Fuerza del Centro y promueva una demencial
militarización de la vida política mexicana. Chávez, Correa y Morales,
en cambio, son populistas y autoritarios, peligrosos para sus vecinos,
porque promueven diversas reformas sociales y siembran las semillas de
la discordia en sus respectivos países. Aquí aparece una vez más la
vetusta y falsa teoría conservadora que concibe a la lucha de clases no
como producto de las contradicciones sociales inherentes al
capitalismo, sino como la obra de un agente perverso que, dotado de
inmensos poderes, introduce el virus del odio y el conflicto en
sociedades que antes de su nefasta aparición sobresalían por la armonía
de sus relaciones sociales.
Ante esta penosa
retrogresión de la política exterior norteamericana son muchos los
analistas y estudiosos de la realidad internacional que plantean la
tesis de que la victoria de los golpistas hondureños expresa la
declinación de la hegemonía norteamericana. A partir de esta
constatación se termina por inocentizar a Barack Obama porque,
supuestamente, pese a sus esfuerzos no pudo encaminar la crisis en
Honduras hacia una resolución compatible con la institucionalidad
democrática. ¿Hasta que punto es sustentable esta interpretación?
Hay dos cuestiones que
deben ser examinadas: por un lado, la progresiva pérdida de capacidad
hegemónica de Estados Unidos en la región. Por el otro, las iniciativas
concretas tomadas por la Casa Blanca en el marco de la crisis
hondureña. En relación con la primera, es preciso reconocer que si bien
la superpotencia se enfrenta a una disminución de su capacidad de
dominación y control sobre el sistema internacional, así como su
gravitación económica global, no es menos cierto que esta tendencia no
se traslada linealmente a América Latina y el Caribe. No sería
temeraria, sino mucho más próxima a la verdad la hipótesis que dijera
que ante una declinación relativa del imperio en la arena mundial aquél
se aferra con más fuerza a lo que sus estrategas militares y
diplomáticos consideran su patio trasero y su incuestionable entorno de
seguridad territorial. No por nada esta región del mundo fue la
destinataria de la primera concepción que la joven república
norteamericana elaboró en materia de política exterior: la doctrina
Monroe. Por lo tanto, la declinación global no necesariamente significa
un deterioro equivalente en su capacidad de controlar su tradicional
“zona de influencia”. Es indudable que el predominio que Estados Unidos
tenía antes sobre sus vecinos al sur del río Bravo se ha debilitado;
pero aún así está lejos de haber desaparecido. Y esto nos conduce al
análisis del segundo aspecto señalado más arriba.
En efecto, ¿actuó
Obama con todas sus fuerzas para resolver la crisis hondureña en una
dirección coherente con los imperativos de la democracia y los derechos
humanos? Definitivamente no. Sus iniciativas fueron vacilantes,
expresión de las dos líneas que se disputan la formulación de su
política exterior. Una, reaccionaria hasta la médula y profundamente
influida por las necesidades y las estrategias del complejo
militar-industrial y que encuentra en Hillary Clinton su más encumbrada
vocera y, otra, mucho más difusa y dispersa, que desearía establecer
relaciones más respetuosas con los países del área aún cuando esto no
implique abandonar la presunción hegemónica del pasado, sino tan sólo
un cierto aggiornamento
de la misma y que encuentra su principal representante en el propio
Obama. En esta pugna el presidente se vio claramente superado por sus
rivales que, desde el principio, fueron capaces de imponer su
estrategia en relación con la crisis desatada en Honduras.
Cabría preguntarse si
esta interpretación no presta validez a la tesis declinacionista. De
ninguna manera. Lo que sí queda claro es que Obama tiene un control
apenas marginal del aparato estatal norteamericano. Sería por lo tanto
más correcto decir que fue el ocupante de la Casa Blanca quien no pudo
elegir otro rumbo, pero no Estados Unidos como potencia imperial. En
otras palabras, se impone una vez más distinguir entre el “gobierno
permanente” de ese país y su “gobierno aparente”, el que se simboliza
en la figura del presidente. El problema es que el vaciamiento de la
democracia estadounidense, un proceso que se ha venido desenvolviendo a
lo largo del último medio siglo, hace que la figura presidencial tenga
muy acotados sus márgenes de autonomía para intentar –en el hipotético
caso de que así lo deseara- llevar a cabo una política contraria a los
intereses del “gobierno permanente”, ese nefasto entramado de grandes
oligopolios y sus lobbies,
fuerzas armadas, políticos profesionales y grandes medios de
comunicación que, como dijera Gore Vidal, mantiene secuestrada a la
sociedad norteamericana.
Para resumir: la
hipótesis de la declinación hegemónica queda desmentida cuando se
observa que, a pesar de dicho debilitamiento, Washington se las ingenia
para firmar un tratado de cooperación militar con Colombia que, como lo
recordara el Comandante Fidel Castro Ruz días pasados en una de sus
“Reflexiones”, equivale a una práctica anexión de ese país sudamericano
a Estados Unidos. Si algo demuestra esta iniciativa es la formidable
capacidad de presión, dominación y control que, pese a su
debilitamiento, aún conserva el imperio. Es esa misma capacidad la que
lo llevó a sacar rápidamente de la escena negociadora en Tegucigalpa al
Secretario General de la OEA (cuyos planteamientos eran totalmente
inaceptables para los golpistas) para sustituirlo con un viejo peón de
la política estadounidense, Oscar Arias. Es esa misma capacidad la que
lo lleva a sostener contra viento y marea el criminal bloqueo a Cuba,
pese a que en la Asamblea General de la ONU esa política fue condenada
por 187 de los 192 países que la integran, y defendida sólo por tres:
Estados Unidos, su estado cliente Israel y la isla de Palau (20.000
habitantes), según la CIA un polígono de tiro de la Armada
norteamericana en la Micronesia. O la que le permite prestar oídos
sordos al reclamo universal de indultar a los cinco luchadores
antiterroristas cubanos sometidos a inhumanas condiciones de detención
en Estados Unidos gracias a una escandalosa burla al debido proceso; o
mantener una infame prisión, violatoria de todos los derechos humanos,
en la Base Naval de Guantánamo.
Si Obama hubiera
demostrado la misma determinación para exigir la inmediata restitución
de Zelaya en la presidencia otra habría sido la historia. Y tenía
instrumentos a manos para hacerlo: podría haber decretado el
transitorio bloqueo de las remesas de los inmigrantes hondureños
residentes en Estados Unidos; o instruido a las empresas
norteamericanas radicadas en Honduras que preparasen planes para su
eventual evacuación; o congelado los fondos de los políticos del
régimen y de la oligarquía depositados en bancos norteamericanos; o
embargar sus fastuosas propiedades en la Florida. Son gestos para nada
inéditos; casi todos ellos fueron utilizados por George W. Bush para
frustrar la segura victoria de Schafik Handal, candidato del Frente
Farabundo Martí de Liberación Nacional, en las elecciones del 2004 en
El Salvador. ¿Por qué no se intentó algo similar en esta ocasión?
Respuesta: porque la política del “gobierno permanente” de Estados
Unidos dispuso otra cosa y el inquilino de la Casa Blanca se inclinó
ante esa decisión.
Conclusión: no es que
Estados Unidos no pudo modificar el resultado de la crisis hondureña
sino que, más allá de las preferencias de Obama, la clase dominante
norteamericana y sus representantes políticos en el aparato estatal no
quisieron que fuera otro el desenlace de este conflicto, aún a
sabiendas de las funestas implicaciones que esta decisión tendrá para
la paz y la estabilidad política ese país centroamericano. En línea con
la desorbitada militarización de la política hemisférica promovida
desde los años de George W. Bush –y de la cual las siete bases
concedidas por Uribe son apenas la punta del iceberg- el “gobierno
permanente” de Estados Unidos optó por sostener a los golpistas en vez
de apostar a la reconstrucción de la democracia. No se trató de una
cuestión de incapacidad, sino de una elección estratégica concebida
para reordenar manu
militari
el tumultuoso patio trasero del imperio en Centroamérica y para lanzar
una ominosa señal de advertencia a los gobiernos de izquierda y
progresistas de la región.
Rebelión ha publicado este artículo a petición expresa del autor, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.
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